Artículo de opinión publicado por nuestro compañero Daniel López en El Salto Diario.
El debate público, si se puede llamar así, ha llegado a puntos esquizofrénicos cuando se ha sugerido recientemente que los ecologistas y sus propuestas están detrás de la oleada de incendios de este verano. Pero esta afirmación es un punto álgido (quizá no el más alto, virgencita, que me quede como estoy) en una dinámica de comunicación sostenida desde hace tiempo, con intensidad creciente, en la que se sitúa al ecologismo como enemigo de la sociedad y, especialmente, de la prosperidad. Lo podemos ver como una locura sobrevenida, o como discursos irracionales utilizados como bomba de humo. También buscan situar al ecologismo fuera (y opuesto) a la gente de bien, los pequeños empresarios, los ahorradores, las clases medias…
Voy a tratar de utilizar las ideas de Jason W. Moore para intentar darle más profundidad a esto que está pasando. Sin querer suscribir todas las tesis de su libro El capitalismo en la trama de la vida, cuyas luces y sombras ya han sido comentadas por otras personas, tomaré prestadas algunas de sus ideas para plantear las mías.
Hipótesis para entender los ataques
Según las propuestas contenidas en el libro de Moore el capitalismo, entendido como una forma determinada de organizar la “naturaleza en la sociedad” y la “sociedad en la naturaleza”, despliega dos mecanismos básicos para la acumulación de capital (que es realmente su esencia). Uno es la capitalización de los procesos y la riqueza, optimizando (la explotación de) el valor de mercado que puede producir cada hora de trabajo humano de producción de mercancías, a través de cambios políticos y culturales y técnicas de organización de la producción vinculadas a desarrollos científicos y tecnológicos. El otro es la apropiación de riqueza (trabajo/energía) no pagados, ya sea en trabajo esclavo o semiesclavo, trabajos no remunerados que reproducen la fuerza de trabajo, o bienes y procesos generados por los ecosistemas y que no tienen valor de mercado o que están infravalorados. Para Moore, “todo acto de explotación (de fuerza de trabajo mercantilizada) depende de un acto todavía mayor de apropiación (de trabajo/energía no remunerado). Se explota a los trabajadores asalariados; todo lo demás es objeto de apropiación”. En sus palabras el capitalismo, como forma de organizar las naturalezas humanas y no humanas, sobrevive y crece porque no paga la mayor parte de las facturas.
Siguiendo este esquema (aunque de forma simplificada), las diferentes crisis de acumulación del capitalismo se han superado a través de dos mecanismos básicos, que normalmente se combinan. El primero es reorganizar los procesos productivos para optimizar la productividad del trabajo remunerado, combinando poder político, ciencia y tecnología (por ejemplo, la organización fordista de la cadena de montaje, o la ultilización de maquinaria y fertilizantes de síntesis en agricultura). La segunda es expandiendo las fronteras de apropiación de trabajo/energía, introduciendo nuevas fuentes de recursos (por ejemplo, la minería de Potosí, la exportación de esclavos africanos a las colonias americanas, o la deforestación del Amazonas para abastecer de grano nuestras macrogranjas) cuyo coste de producción/reproducción no se asume.
Como sabemos, el capitalismo necesita del crecimiento permanente del valor presente en el mercado y de la tasa de ganancias de quienes invierten el capital. Las crisis de acumulación capitalistas se relacionan con momentos históricos en los que capitalización y/o apropiación se dificultan. En esos momentos en los que no es posible ampliar las fronteras (no solo físicas) del capitalismo, el crecimiento de la tasa de ganancia se trata de mantener ampliando la parte de trabajo/energía que no se paga a través del trabajo asalariado ya incorporado en el mercado, y transfiriendo riqueza desde las clases trabajadoras hacia el capital, ¿te suena?. Un buen ejemplo es la ofensiva neoliberal de recortes sociales y laborales que sufrimos desde la crisis del petroleo de los años ‘70, en sucesivas fases. La justificación de esta ofensiva la sintetizó de forma magistral Margaret Thatcher en la frase: “There Is No Alternative -TINA-”.
Apropiados por el capitalismo
Cuando, a través de la lucha social y laboral, mejoran las condiciones laborales y los derechos sociales; o cuando a través de la lucha ecologista se fuerza a los propietarios del capital para que mitiguen los impactos de las actividades extractivas o asuman sus costes de restauración, la tasa de ganancia se reduce. Cuando las tareas de reproducción de la fuerza de trabajo, en su mayor parte realizadas por mujeres, se empiezan a remunerar, la fuerza de trabajo encarece su coste. Cuando las técnicas de extracción de recursos ven reducida su productividad, ya sea porque los recursos están menos disponibles (se agota el petroleo de calidad y accesible) o porque se elevan los precios de algunos factores de producción (se reduce la brecha salarial entre hombres y mujeres), la tasa de ganancia también se reduce.
En estos casos en los que no es posible ampliar la frontera de capitalización de energía/trabajo se lanzan las ofensivas de ajuste de la economía (por ejemplo, se degradan las condiciones laborales y la protección social, o se reduce la regulación ambiental), ampliando la frontera hacia dentro. Moore cita aquí la propuesta de la ecofeminista María Mies, que resume las naturalezas humanas y no humanas de las que se apropia trabajo/energía por parte del capital (sin asumir los costes) en “las mujeres, la naturaleza y las colonias”. Parece que el momento actual es otro buen ejemplo de crisis de acumulación, en el que la capacidad del capital para apropiarse de recursos y alimentar así los procesos de capitalización se ve cada vez más limitada -por ejemplo, por el peor acceso a recursos minerales, el cambio climático o pandemias globales. Esto genera tensiones, hasta el punto de volver a desatar guerras en Europa, entre otros síntomas. Y con estos mimbres el capital está trenzando su cesto para exprimir un poco más a “las mujeres, la naturaleza y las colonias”.
“Enemigos de la prosperidad”
Podemos establecer una relación directa entre los tres elementos sintetizados por María Mies y los sujetos sociales que hoy en día son señalados en el debate social y político como enemigos de la prosperidad: el movimiento feminista, la población migrante y el movimiento antirracista, y el movimiento ecologista. Desde esta perspectiva podemos entender las salidas de tono que atacan al feminismo, las que responsabilizan al ecologismo de los incendios, o las que señalan que los migrantes nos roban el trabajo y parasitan nuestra protección social. Establecen una frontera clara entre el “nosotros” de esas clases trabajadoras y de pequeños propietarios —que tienen miedo de las crisis solapadas— y los sectores partidarios de la transición ecosocial. Esta frontera móvil facilita sobreexplotar al trabajo irregular, justificar violencias varias, o desatar campañas de insumisión a ciertas leyes ambientales, aunque sea (de momento) de boquilla. Estos mensajes están justificando, en definitiva, una nueva ofensiva neoliberal en la que se mueve hacia dentro la frontera de apropiación, desmantelando las protecciones sociales y medioambientales que podrían prevenir nuevas y más fuertes crisis.
tacar a estos sujetos sociales debilita sus posiciones y argumentos en el debate público, y justifica los ajustes necesarios para restaurar y ampliar las tasas de ganancia. No hay más que ver como algunos sectores del gran capital están multiplicando sus beneficios en este escenario de crisis múltiple, y a su vez están presionando para socavar la normativa social y ambiental. Están asustados, y por ello suben la apuesta. Todo ello justificado por la covid o la guerra de Ucrania, al estilo de la más refinada doctrina del shock. Lo podemos ver a nivel estatal, a nivel europeo, y también en otros territorios. Desde esta perspectiva, “ocurrencias” como la que vincula ecologistas e incendios cobran otro sentido.
El ecologismo como enemigo
Por lo que me toca, y sin querer restar importancia a los otros dos sujetos sociales señalados, me centraré aquí en el ecologismo. En las últimas décadas, si bien los avances en normativa ambiental son claramente insuficientes a la vista de las múltiples crisis ecológicas que hoy sufrimos, se ha avanzado mucho y se ha ganado una importante legitimidad social en cuestiones como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o la contaminación de las masas de agua. El ecologismo está dificultando el incremento de la tasa de ganancia capitalista al impulsar normativa que eleva los costes de producción de al menos tres de lo que Moore denomina “los cuatro baratos” necesarios para que funcione la acumulación de riqueza en pocas manos: recursos minerales, energía y alimentos. El capitalismo los necesita baratos para sostener su modelo de organizar la naturaleza. El ecologismo social ha sido capaz, a su vez, de incorporar en su discurso y práctica las condiciones de reproducción del otro “barato”: la fuerza de trabajo.
Señalar al ecologismo como antisocial, como enemigo del bienestar y la prosperidad, es un elemento clave para justificar un reimpulso de la energía nuclear o de la minería más agresiva, o las macrogranjas y los cultivos de grano que éstas necesitan. Resulta necesario para desvirtuar los (más que tímidos) objetivos que presenta el pacto verde europeo, o para poder colar en el debate público que la prioridad de la digitalización en los Planes de Reconstrucción post-COVID (y los fondos europeos que los financian) es un proxy de mayor sostenibilidad ecológica, a la vez que asegurará restaurar el crecimiento del PIB. Atacar al ecologismo es neutralizar sus críticas y justificar esta nueva ofensiva neoliberal.
Ecologismo y sector agrario
La necesidad de alimentación barata para la acumulación capitalista nos sirve para profundizar en el dibujo de este escenario. Desde hace ya tiempo determinados sectores sociales han estado construyendo una oposición clara y profunda entre ecologismo y sector agrario, y desde el propio ecologismo debemos asumir parte de la responsabilidad. Tras siglos de descampesinización (para proveer de fuerza de trabajo barata a la industria) y décadas de desagrarización (para proveer de comida barata a las ciudades reduciendo los costes laborales), el sector agrario está en una profunda crisis de caída sostenida de renta, al reducirse los precios en origen y elevarse los costes. En la actual crisis los precios finales de los alimentos se están multiplicando, a la vez que se reducen los precios percibidos en origen.
A pesar de esta evidencia, la frustración y la amargura del sector agrario, que se sabe sector estratégico y a la vez se siente utilizado, vapuleado y denostado, se está canalizando desde una voz hegemónica que ataca al ecologismo, y reivindica su derecho a producir con modelos nocivos para las personas y el medio ambiente. Aunque estos modelos intensivos supongan la ruina de la agricultura familiar. Y esto está ocurriendo en muchos otros países. El sector de la agricultura familiar está haciendo suyos los discursos e intereses de aquellos que se apropian de la riqueza social generada con su trabajo: las empresas de insumos y tecnología, los grandes propietarios de la tierra, la gran agroindustria o las grandes cadenas de distribución.
Otro campo de este proceso son los ataques a las agriculturas sostenibles, que toman al menos dos formas: el ataque directo y la cooptación. En el primer caso, se hace responsable del hambre en el mundo a las políticas de fomento de la agroecología y la agricultura ecológica. En el segundo se presenta la agroecología como un conjunto de técnicas agrarias completamente compatibles con las semillas transgénicas, los agrotóxicos o los modelos de manejo altamente mecanizados y dependientes de tecnología digital y combustibles fósiles. En ambos casos se ataca a la agricultura ecológica, que está reconocida legalmente (si bien el reglamento europeo, por ejemplo, es claramente insuficiente y cada vez más favorable a modelos industriales), para derivar políticas y fondos de fomento de agricultura sostenible a modelos agrarios más intensivos, tecnificados, dependientes, y que en definitiva elevan la tasa de ganancia de los dueños del capital.
Todo ello se justifica a través de preguntas tramposas. La cuestión no es si la agroecología es capaz de alimentar al mundo, sino cómo alimentar al mundo sin destruir empleo rural, generar cambio climático, perder biodiversidad, o agotar las aguas dulces y recursos minerales.
Más allá de la guerra entre pobres
Creo que los ataques que reciben el ecologismo, el movimiento feminista y las comunidades migrantes y el movimiento antirracista muestran una agenda de trabajo clara para la transición ecosocial, en el aquí y el ahora. Es necesario fortalecer las alianzas entre estos movimientos sociales, y construir discursos y propuestas integradas que permitan frenar la actual ofensiva neoliberal amparada en la multi-crisis. Pero también es necesario desplegar discursos y prácticas capaces de conectar con las necesidades de quienes más están sufriendo la crisis, para intentar convertir el miedo en potencia social y propuestas políticas. Y para generar consensos que contengan los pasos atrás en las políticas ambientales y sociales, que como sabemos harán aún más duros y desiguales los impactos de la multi-crisis.
Concretando en el sector agrario, que gestiona el 80% del territorio y consume al menos el 70% del agua dulce estatales, creo que hay que buscar cómo revertir el enfrentamiento y establecer alianzas. Se ha perdido una importante ventana de oportunidad dejando pasar la publicación, el pasado mayo, del Censo Agrario 2020. Este estudio del INE, actualizado cada diez años, muestra la desaparición de un 7,6% de las explotaciones, un fuerte incremento de su superficie media, disminución de un 7,7% del empleo, y un importante viraje hacia modelos empresariales, desligados del territorio rural. Estos datos muestran un importante menoscabo de la agricultura familiar (que aun es ampliamente mayoritaria en el sector), a la vez que se impone un modelo más intensivo en capital y más destructivo. El modelo agrario que crece, y que se apoya mediante la proporción principal de fondos públicos, restituye las tasas de ganancia de los grandes operadores agroalimentarios. Pero destruye empleo y economías rurales, degrada los ecosistemas, genera cambio climático, promueve un modelo de dieta insaludable e insostenible, y genera alimentos de baja calidad y reducido valor añadido. Creo que esto puede ser base para una agenda común con la agricultura familiar aunque, por supuesto, no sea fácil acercar posiciones.
La reflexión sobre los ajustes que trae la actual multi-crisis me lleva también a reflexiones de otra índole. De lo que se trata en esta ofensiva (también en las anteriores) es del control de los medios de vida y de los medios de producción. Revertir las dinámicas de concentración de la tierra, el agua o la energía, y mantener el acceso público (y, en su caso, comunal) a los medios de vida y de producción, es uno de los grandes campos de juego. Desarrollar formas alternativas —no mercantilizadas— de gestionar los medios de vida y producción será también una tarea clave. Hoy no sabemos como se hace, y habrá que aprender a hacerlo. Pero además cada vez hay más gente expulsada fuera de los mercados y que necesita alternativas, y probablemente la construcción de satisfactores a estas necesidades -muchas de ellas materiales- sea la mejor forma de construir procesos sociales fuertes y amplios.
En cualquier caso, lo que no podemos permitirnos es pensar que estos ataques son solo salidas de tono orientadas a minorías sociales. Son mensajes que encajan perfectamente y sustentan en la esfera comunicativa una nueva ofensiva neoliberal, de gran calado. Facilitan que las crisis deriven en un nuevo ciclo de acumulación a partir de la reapropiación de trabajo y recursos cuya factura no se quiere pagar. En esta ofensiva hay amplios sectores sociales que saldrán muy perjudicados y que, aunque hoy aparezcan como representados enfrente de los planteamientos ecologistas y de la justicia social, distan mucho de ser homogéneos. Muchas de las necesidades y motivaciones particulares de las personas y entidades representadas en estos sectores pueden ser recogidas por el ecologismo social. La tarea de conectar el ecologismo con los malestares y las necesidades de estos amplios grupos de población es sin duda monumental, pero profundamente necesaria.