Gestión Pública e Innovación (I)
El ritmo y el alcance de los cambios que se están produciendo en el mundo no tienen precedente histórico. La globalización e intensificación de la competencia en los mercados; los modos de producción-consumo; los avances tecnológicos; los cambios culturales y sociales, etc. son algunos de los factores que los han motivado.
La profundidad y el alcance de los cambios ha hecho que muchos expertos, cuando se refieren a los mismos, hablen de cambios estructurales que van más allá de los cambios coyunturales generados por la crisis económico-financiera que estamos padeciendo algunos países como España, y de un cambio de época.
En este contexto de importantes cambios, las organizaciones que no han sabido desarrollar una decidida estrategia de cambio e innovación han visto reducidas sus capacidades de influencia en su entorno e, incluso, muchas han desaparecido. Por el contrario, las que han incorporado la innovación en sus procesos, servicios y/o productos son las que mejor se han posicionado y las que se están enfrentando con más éxito a las incertidumbres y a los contextos cambiantes y complejos.
Ninguna organización pública o privada, independientemente de su tamaño, puede permanecer inmune a los actuales procesos de cambio y a los que tendremos los próximos años, que se convertirán en la “nueva normalidad” en todos los sectores de nuestra sociedad.
Así, estamos viendo cómo desde hace tiempo las empresas están adoptando medidas para saber y poder desenvolverse en los mercados globales y para adaptarse a los cambios tecnológicos y culturales de nuestra sociedad.
Sin embargo, en las Administraciones, que son las entidades que se ocupan de gestionar nuestros intereses colectivos y nuestro patrimonio común, no se están viendo suficientes impulsos innovadores para adaptarse a las nuevas exigencias del mercado y de la sociedad, y así poder garantizar mejor el cumplimiento de su misión estratégica de ejercer la necesaria gobernanza entre la sociedad, el mercado y la defensa del interés público.
La Administración española desarrolló tardíamente su Estado de Bienestar, reivindicado socialmente junto a la instauración de la democracia. Desde entonces, sus políticas y servicios han evolucionado y mejorado notable y progresivamente. Partíamos de una situación de desventaja respecto a otros países de nuestro entorno europeo, con unos deficientes servicios públicos, mal dotados de infraestructuras y de otros recursos y con unos medios humanos poco profesionalizados. Hoy día, nuestros servicios son equiparables e, incluso, mejores en algunos campos, a los de otros países europeos. Disponemos de importantes infraestructuras públicas (a veces sobredimensionadas) suficientemente dotadas y de un capital humano muy cualificado que experimentó un importante crecimiento desde la década de los años 80 hasta la entrada del nuevo siglo.
La visión de las administraciones en los últimos treinta años ha sido la de crecer y dotarnos de las infraestructuras (carreteras, autopistas, colegios, universidades, hospitales, centros de salud, polideportivos, casas de cultura etc.) y de los servicios necesarios para alcanzar los estándares de bienestar alcanzados en Europa.
Sin embargo, este intenso proceso de crecimiento adoleció de tres importantes deficiencias relacionadas con el enfoque de las políticas públicas impulsadas, con la ausencia generalizada de su evaluación permanente y con el modelo gerencial aplicado.
El enfoque de las políticas ha sido predominantemente sectorial y ha estado basado en la oferta creciente de los servicios. El análisis de las necesidades sociales y las respuestas aplicadas se ha realizado de manera parcial y fragmentada, influenciado por el modelo organizativo de departamentos estanco, con unas determinadas competencias, conocimientos técnicos especializados, pero con una deficiente colaboración, diálogo e integración de sus políticas. Pero mientras los servicios y la estructura de cada departamento, ministerio, etc. crecían, también se percibía cómo esas deficiencias cada día era más urgente solventarlas con medidas concretas, aunque la ausencia de un seguimiento y evaluación permanentes ha impedido su aplicación, así como el ajuste del constante y, a veces, desmedido crecimiento.
Por otra parte, desde las administraciones la oferta de servicios se ha realizado sobre la base de dos premisas erróneas que, a medio plazo, pueden suponer un importante obstáculo para su mantenimiento y desarrollo. Me refiero a la consideración de la ciudadanía como clientes y receptores de sus servicios y al hecho de pensar que cuanto más se incrementase la oferta, más y mejor se iba a valorar socialmente el esfuerzo de las administraciones. Con todo ello, se ha trasladado a la sociedad la idea de que el crecimiento no tiene límites y que su bienestar consiste en tener y consumir cada día más.
La complejidad generada por el rápido e importante crecimiento de los recursos públicos obligó a los gestores públicos a implementar determinadas medidas de “modernización” para disponer de unas estructuras administrativas menos burocráticas y mejor gestionadas.
Así, se introdujeron criterios de gestión y de funcionamiento para garantizar mejores resultados, más eficaces y eficientes. Pero a la hora de aplicarlos, en lugar de utilizar un modelo específico adaptado a la gestión pública, se optó por trasladar a las administraciones el modelo de calidad del sector privado empresarial basado en la mejora de la productividad y en la rentabilidad económica de sus productos y servicios, olvidando de este modo que el valor añadido de la Administración no se deriva tanto de la prestación de los servicios sino de cómo se prestan, es decir, de su gobernanza.
De este modo se impulsaron planes de calidad, cartas de servicios, planes estratégicos; se introdujeron criterios de productividad en algunos servicios, etc. y se generalizó el uso de las nuevas tecnologías de la información y comunicación. Todas estas mejoras e innovaciones han incidido, fundamentalmente, en la mejora de los resultados y en su impacto, en su calidad, eficacia y eficiencia etc. más que en el proceso y procedimiento para su consecución.
Los esfuerzos modernizadores promovidos para superar el modelo de ‘Administración Burocrática’ han sido útiles para mejorar la capacidad administrativa, de gestión y la productividad de las administraciones, pero, al mismo tiempo que es preciso reconocer sus logros, también conviene afirmar que han sido insuficientes para transformar la vieja administración, su burocracia, sus rigideces; su fragmentación y sectorización de las políticas; su jerarquía en el ejercicio de su poder y de las relaciones administrativas con la sociedad; su escaso diálogo y colaboración interna y externa.
La incapacidad que han demostrado las administraciones españolas para adaptarse a los cambios globales y locales y para responder a los efectos destructivos generados por la crisis y su gestión política, unida a los importantes casos de corrupción descubiertos y a la desafección ciudadana por la política y sus instituciones, están poniendo en cuestión su credibilidad y legitimidad social.
Para recuperarlas, es preciso admitir que el actual modelo de administración está agotado y, en consecuencia, necesita ser renovado en profundidad. Presenta muchos problemas estructurales que impiden la incorporación de nuevas y más transformadoras innovaciones que se sustenten en un nuevo paradigma, que ponga a la ciudadanía en el centro de interés y que potencie los cambios y las mejoras necesarias en sus relaciones con ésta.
Javier Asín Semberoiz