Hoy en día, todo el mundo habla de integración, pero ¿de qué hablamos cuando hablamos de “integración”? ¿A qué medidas, situaciones, hechos concretos nos estamos refiriendo?
El origen del término tiene que ver con un intento conceptual por superar el enfoque asimilacionista que se impuso en Europa y Estados Unidos en la gestión de los grandes flujos migratorios a principios del Siglo XX. Para ello, se pone el énfasis en la igualdad de derechos y el respeto a la diferencia. Ya en la década de los 30, Bernard[1] subraya el derecho de los grupos a ser diferentes, que descansa en la importancia de la diferenciación cultural, dentro de la unidad social y la igualdad efectiva de derechos y obligaciones.
La centralidad de la igualdad efectiva de derechos, como elemento determinante, nos lleva a la consideración de un nuevo concepto de plena actualidad, el de “ciudadanía”. Silvia Marcu opina que la integración ciudadana es el “proceso de equiparación de derechos, de forma legal y efectiva, de las personas inmigradas con el resto de la población, así como el acceso, en condiciones de igualdad de oportunidades y de trato, a todos los bienes, servicios y cauces de participación que ofrece la sociedad”[2].
Si nos atenemos a la igualdad efectiva de derechos y obligaciones, habremos de concluir que en el caso de las personas inmigrantes, esta igualdad no existe en ningún país receptor de flujos migratorios: a nivel internacional las políticas inmigratorias se enfocan cada vez más a ejercer un control sobre estos flujos, adaptándolos a las dinámicas del sus mercados. Se trata por lo tanto, de derechos supeditados al hecho de tener trabajo “legal”. Las personas inmigradas no son “sujetos de derechos” por el simple hecho de ser personas, como afirma la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En su caso, la titularidad de estos derechos se alcanza por una determinada condición administrativa. Esto los convierte en “ciudadanía de segunda” en nuestras sociedades.
Por otra parte, el concepto “integración” ha sido objeto de abundantes críticas por cuanto puede dar lugar a una visión asimiladora, en la que el grupo minoritario ha de ser absorbido por el mayoritario. Con frecuencia, este término se presenta asociado únicamente a la gestión de la inmigración, como si previamente a la llegada de inmigrantes, la sociedad receptora fuera un conjunto homogéneo y armónico en el que las relaciones de convivencia estuvieran resueltas y exentas de conflicto. Esta percepción denota la influencia de la visión “culturalista” que contribuye, de forma más o menos consciente, a problematizar la cuestión migratoria, cargando en ella el peso de los problemas sociales contemporáneos, al subrayar en exceso las especificidades identitarias relacionadas con la diferencia cultural, en detrimento de otros factores que forman parte de la diversidad humana.
Desde el pluralismo cultural se reivindica el derecho a la diferencia. La emergencia de esta nueva formulación de la diferencia como derecho engloba en un mismo plano las situaciones de distintividad, tanto la etnocultural, como las identidades de sexo-género, clase, etc. Se ha señalado el riesgo que comporta este enfoque, utilizado desde los nuevos racismos para esencializar su posición en el mundo que podría enunciarse como el derecho a ser “español puro”, y que comporta una percepción del “otro” como amenaza, entendiendo la identidad nacional como algo homogéneo, cerrado, estático e inmutable, que se considera superior en valor y en derechos. Por ello, junto al reconocimiento de la diferencia es necesario incluir siempre la igualdad de derechos, deberes y oportunidades. Cuando este segundo componente deja de tenerse en cuenta o se pone en un segundo plano, los riesgos del culturalismo son evidentes.
El énfasis en la diferencia, pasa por alto que lo que nos une es mucho más que lo que nos separa y de este modo, como señala Domínguez[3], marca a personas diferenciadas para tratos diferentes. Así mismo y como consecuencia de lo anterior, socava la lucha de clases y el estado de bienestar. Diversos autores han considerado esta tendencia contemporánea a culturalizar las diferencias y a privilegiar esa culturalización, como una ideología de post-racismo, puesto que al esencializar las diferencias, sin pretenderlo, revigoriza el pensamiento racial. “Esencializa” a individuos y grupos, etiquetándolos desde su pertenencia a una determinada cultura y dando la falsa imagen de que las comunidades nacionales son homogéneas y exentas de conflicto es una deriva profundamente peligrosa, pues constituye el caldo de cultivo para los “nuevos racismos”. Este enfoque pretende estar superado en el discurso institucional en muchos países, pero está lejos de superarse en la práctica, puesto que en muchos casos se sigue concibiendo la cultura de acogida como homogénea.
Lo que hay que superar no es la formulación superficial, sino los supuestos homogeneizantes, dominadores y culturalistas que subyacen al modelo asimilacionista. El discurso institucional predominante sobre la integración social, al centrarse en las diferencias culturales como claves de la convivencia, distrae el foco de atención de las problemáticas sociales verdaderamente acuciantes, que tienen que ver con la desigualdad social en el acceso a bienes económicos y culturales, siendo esta una cuestión compartida por amplias capas desfavorecidas de la sociedad, tanto inmigrantes, como autóctonas.
La crítica fundamental de este concepto tiene que ver con el desarrollo efectivo del modelo de convivencia que propugna, pues como dice Domínguez: “está por ver cómo se articula la interacción que hace la interculturalidad con el hecho de que esa interacción no se da en la mayoría de las veces en un plano de igualdad, sino de desigualdad, dominio y jerarquías etno-raciales (sistemas de estratificación que vienen a sumarse a los de clase y género). Por lo tanto, también está por ver cómo se construye la “nueva síntesis” cuando los grupos que deben participar de ello son por lo general grupos dominantes o dominados, mayorías o minorías.”[4]
Si analizamos los mecanismos de reproducción/movilidad social en cualquier sociedad, comprobamos que esta se articula en torno a las diferentes combinaciones de capital cultural y económico[5] dentro de los grupos que la conforman; estas diferentes combinaciones constituyen el capital relacional global de personas y grupos, situándolos en un punto determinado del espacio social, un espacio social que, por efecto de ese capital relacional, confiere mayores o menores posibilidades de acceso a oportunidades culturales y económicas a los individuos situados en él.
El capital cultural y económico de las personas se combina para dar lugar a su capital relacional global. Sin embargo, está claro que este capital relacional global no es resultado de las características individuales de las personas, sino de su posición en el espacio social, es decir, su pertenencia a un grupo social de referencia en el que predominan niveles mayores o menores de capital relacional y que determina un mayor o menor acceso a bienes culturales y/o económicos.
La identidad colectiva es el resultado de los mecanismos de socialización y adquisición cultural presentes en los diversos entornos sociales y culturales.
Dentro de las tomas de posición, determinadas por las posibilidades de personas y grupos, no es el origen nacional lo que adquiere mayor relevancia en relación al modelo de convivencia que se desea y se trata de desarrollar, sino la construcción de identidades “duras” o “blandas”, resultantes de procesos de socialización más homogéneos o heterogéneos.
Cuando las identidades adoptan la forma de lo que Rachik denomina “identidades duras”[6] (es decir, estáticas, construidas por oposición al otro) conllevan consecuencias negativas: estancan el desarrollo colectivo, generan endogamia y rechazo al otro, limitan el desarrollo individual, encerrándolo en los límites de la identidad colectiva, reprimen las diferencias de quienes no se ajustan a los estándares identitarios, favorece los intereses particulares de algunos miembros, etc.
En ese sentido, el proceso de construcción de identidad más “dura” o “blanda”, resultante de contextos sociales más homogéneos o heterogéneos, determina el modelo de integración y convivencia más o menos permeable que se puede llevar a cabo. La identidad nacional, si bien es un elemento influyente en la configuración del modelo de convivencia, no es la única clave actuante, ni necesariamente la más determinante
Las percepciones sobre la población migrante, con frecuencia, caen en la tentación de “esencializar” las características comunes que se observan en esta población desde lecturas “sustancialistas” que las hacen aparecer como innatas a las personas y no como la consecuencia de este desigual acceso a los citados bienes económicos y culturales, que refleja la desigual redistribución de los mismos tanto en origen como en destino. Esta desigual distribución de los bienes sociales y culturaleses patente también entre diferentes grupos de la sociedad de acogida y evidentemente, es previa a la llegada de inmigración.
La desigualdad social en el acceso a los recursos económicos y educativos se traduce en falta de oportunidades para una importante parte de la población, que contribuye a perpetuar la reproducción social intragrupo y dificulta la diversificación de los modelos de convivencia. La apertura hacia nuevas formas de vida y socialización es resultado del acceso a la información y la educación, de modo que en los contextos sociales con un bajo nivel educativo, predomina el modelo de mentalidad tradicional que define fuertemente una identidad colectiva homogénea. Por el contrario, cuanto más diversa es una sociedad, mayor es el grado de apertura de sus individuos hacia otras formas de ser y estar en el mundo.
En general, los contextos urbanos se caracterizan por su diversidad y heterogeneidad, de forma que en sí mismos dan acceso a un mayor capital cultural en este sentido, permitiendo una mayor permeabilidad y capacidad adaptativa. Por el contrario, los contextos rurales favorecen esa construcción de identidad homogénea que tiende a considerar lo diferente como una amenaza para la supervivencia del propio colectivo, el cual tiene su existencia en esa identidad concreta.
Es preciso señalar que tanto los contextos urbanos como rurales no constituyen un espacio social único y homogéneo, sino que están atravesados por las diversas combinaciones posibles de capital cultural y económico, de forma que en el contexto urbano hay personas excluidas de estos bienes, mientras que otras de origen rural tienen acceso a ellos, pero a nivel general constituyen tendencias fuertemente marcadas en el sentido de mayor apertura o rechazo a la diversidad y consecuentemente, mayor o menor capacidad adaptativa a las situaciones de cambio. Así mismo, los contextos urbanos marginales, al no permitir movilidad ni interacción (sino generar exclusión, separación, aislamiento) generan identidades homogéneas y en conflicto, como cierre reactivo ante la amenaza del otro.
Estos patrones de construcción de identidad más o menos “duras” o “blandas”, más permeables o reactivas a los cambios, se encuentran por igual en todas las sociedades, tanto emisoras como receptoras de inmigración: ambos modelos, con toda una infinita variedad de grados y matices, están presentes en población inmigrante, así como en población autóctona.
La clave está, como hemos señalado, en el capital relacional de las personas y no el origen nacional, tal como puede constatarse al observar a las minorías nacionales o a los grupos en situación de exclusión social, ya sea por aislamiento geográfico, socio económico o cultural, o en la mayoría de los casos, por la interrelación de todos estos factores. La atención a la diversidad social implica el reconocimiento de la diversidad de diferencias que nos atraviesan como personas, de entre las cuales, la identidad nacional es una más, al igual que el género, la edad, la clase social, la ideología política, la orientación sexual, etc. Cuando se atribuye a una persona una identidad de origen y se le asignan etiquetas, se deja de atender a otras diferencias y desigualdades que se cruzan, constituyendo la realidad integral de esa persona, o grupo. De este modo, pasan inadvertidas otras cuestiones centrales que nos unen, y las diferentes reivindicaciones de cambio y justicia social, al fragmentarse, pierden su fuerza crítica y transformadora.
Es preciso recentrar la cuestión en sus bases materiales, hablando de redistribución y justica social, más allá de las diferencias culturales.
A pesar de la abundancia de marcos institucionales y declaraciones de intención basadas en la universalidad de los derechos de las personas, se da la paradoja de que personas que participan en el entramado económico de un país –trabajando, pagando sus impuestos- son excluidas de la participación política, convirtiéndose en ciudadanas de segunda. Hoy por hoy, la ciudadanía plena sólo se adquiere mediante la nacionalización.
Las teorías del mercado dual hacen referencia a la existencia de una mano de obra secundaria, por tanto inestable y con peores condiciones, para hacer frente a las necesidades de la demanda. Según Piore y Sabel[7], existe un mercado de trabajo primario con unos niveles salariales y de protección social elevados donde el riesgo es compartido entre trabajadores y empresas, y un mercado secundario en el cual las variaciones cíclicas son asumidas exclusivamente por parte de los trabajadores, en forma de inestabilidad, temporalidad y bajos salarios. Así se configura una división del trabajo con el objetivo de permitir un ajuste cuantitativo rápido entre la oferta y la demanda, en el que diversos grupos de trabajadores se conforman como sustitutos.Con esto no se han descrito las condiciones de trabajo concretas de los inmigrantes, sino las condiciones generales de estas ramas de actividad que siguen ocupadas mayoritariamente por autóctonos, que forman parte de los estratos más bajos de la clase obrera.
En las fechas en que España comienza a perfilarse como país receptor de inmigración, las cifras de desempleo se sitúan en torno a los dos millones de personas. No se trata, por lo tanto, de que se generase una gran demanda de mano de obra. Lo que se produce es más bien un desajuste de este mercado, en el cual se da un crecimiento muy desigual entre sectores económicos. Sin embargo, en algunos de los sectores que experimentan una mayor expansión, la calidad del empleo no mejora de forma paralela, sino que se mantiene en condiciones de precariedad, por lo que estos sectores son abandonados por buena parte de la población autóctona, nutriéndose de mano de obra inmigrante. La concentración sectorial de las personas inmigrantes es un indicador de segregación. Si se examinan las condiciones de trabajo de esas ramas, se comprueba que en general, son notablemente peores que la media de los sectores y están, en consecuencia, entre las ramas de actividad menos deseables para los trabajadores.
Lo que subyace a esta situación es la crisis de las instituciones, que incapaces de dar una respuesta superadora, alientan por el contrario, la violencia horizontal o “Guerra entre pobres”. Como señala Lorenzo Cachón, las políticas de integración, además de garantizar la igualdad de trato y no discriminación, deben fomentar de modo decidido la igualdad de oportunidades entre todas las personas que forman parte de esta sociedad, a fin de construir unos vínculos fuertes (sociales, económicos, culturales y políticos), que garanticen la pertenencia plena (que no quiere decir exclusiva) de los individuos y grupos que la forman[8].
Para lograrlo, Cachón, siguiendo a Frasser, plantea que las políticas de integración han de combinar tres dimensiones: redistribución, reconocimiento y representación, pero señala, sin embargo, cómo en la actualidad las políticas de redistribución han perdido preeminencia frente a las de reconocimiento, lo cual supone un desequilibrio que hace imposible la consecución práctica de una integración plena: “No hay que olvidar que la urgencia de adecuar las políticas públicas a las nuevas realidades es más acuciante donde siempre lo ha sido: en aquellos servicios que han de atender a las clases populares y a los sectores y áreas que están en una situación desfavorecida socialmente.Es ahí donde confluye la nueva problemática que planeta la inmigración con los viejos problemas de la “cuestión social” que es la razón de ser del estado de bienestar”.
Pero ambos expertos advierten que el orden de los elementos mencionados no es indiferente: hay un punto previo de partida: políticas que garanticen la igualdad de trato, la lucha contra la discriminación en sus diversas manifestaciones y en este sentido, afirman: “Las políticas de reconocimiento sin políticas de redistribución pierden incluso la fuerza del reconocimiento. […] Cuando se habla de integración la primera tentación es situarla en el plano de la “gestión de las diferencias”; nosotros creemos que debería abordarse,en primer lugar desde la óptica de la gestión de la igualdad de acceso a derechos (lo que conlleva responsabilidades). Si en el primer planteamiento hay una deriva culturalista e identitaria, en el segundo hay un intento de recentrar la cuestión migratoria en sus bases materiales, y también, luego, culturales”.
Nancy Fraser[9] explica la pérdida de importancia de las políticas de redistribución en base al devenir de acontecimientos globales como la caída del comunismo y el auge de la ideología del libre mercado. Esto lleva a una tendencia a disociar los dos tipos de demandas, tanto en la práctica como en los análisis. Incluso hasta la polarización: “estamos ante lo que se presenta como una opción excluyente: ¿redistribución o reconocimiento?, ¿política de clase o política de identidad?, ¿multiculturalismo o socialdemocracia?”. En opinión de Fraser estas son antítesis falsas. La justicia hoy en día exige simultáneamente redistribución y reconocimiento. Ninguno de los dos elementos es suficiente por sí mismo.
Siendo necesarias las dos y reconociendo cierta interdependencia entre ellas, las políticas de redistribución deben tener cierta prioridad teórica y práctica, dado que son ellas las que asientan las condiciones para una igualdad efectiva y para que los resultados de las políticas de reconocimiento sean reales.
Estas intenciones chocan con otras políticas que de facto son las más importantes en el contexto liberal, la económica y la de control de flujos que deriva de esta. Desde este enfoque, la gestión de los flujos migratorios se inserta en un debate más general: el de “la renovación y la consolidación de la democracia y la justicia social”.[10]
El hecho de que la política macroeconómica quede fuera de la democracia es ahora y siempre el verdadero obstáculo para la integración social: La integración no es cuestión de origen, sino de justicia social y democracia real.
Susana Clemente Martín, investigadora social
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REFERENCIAS: [1]BERBARD, W.S. “Cultural determinant of naturalization”, American Sociological Review, nº 1.1936 [2]MARCU, SILVIA. “La inmigración de rumanos en la Comunidad de Madrid: una odisea de luces y sombras”. En CARLOS FLORES JUBERÍAS (ed.) “España y la Europa Oriental, tan lejos y tan cerca”. Publicaciones de la Universitat de Valencia. Valencia, 2009. P. 547. [3] DOMÍNGUEZ, V. “Ismulticulturalimspostracism? Cautionary words for writing the post-colonial”. StradfordUniversityPress. 1994. [4]MALGESINI, G Y GIMÉNEZ, S. “Guía de conceptos sobre migraciones, racismo e interculturalidad”. Editorial Catarata. 2000 [5]BOURDIEU, PIERRE. “Razones prácticas sobre la teoría de la acción”. Anagrama. Colección Argumentos.(1997). [6] HASSAN RACHIK. “Identidad dura e identidad blanda”. En Revista CidobAfersInternacionals, 73-74, 2006 [7]PIORE, MICHAEL. et al. “La segunda ruptura industrial”, ALIANZA EDITORIAL. (1990). Publicado en Papers, Revista de Sociología, 63-64, pp. 67-82, 2001. [8] CACHÓN, L. “La España inmigrante: marco discriminatorio, mercado de trabajo y políticas de integración”. Barcelona, Anthropos. 2009 [9] FRASER, N. “Redistribución, reconocimiento y participación: hacia un concepto integrado de justicia, UNESCO, Informe mundial sobre cultura. Diversidad, conflicto y pluralismo”, Madrid, UNESCO y Mundi-prensa: 46-57. 2001. [10] MARTINELLO, M. “La societámultietniche”, Bologna, IlMulino. 2000