La melancolía que producen esos días del mes de marzo, fríos y tristes, que se esfuerzan inútiles en frenar una primavera inminente, me deja, en ocasiones agotada, casi completamente indefensa. Entregada a este ánimo sombrío, últimamente me encuentro a menudo sentada en mi oficina, lamiéndome las heridas, vencida en la enésima reunión para tratar de conseguir algún contrato. Ya sabéis que las autónomas nos caracterizamos, entre otros rasgos notorios, por los elevados niveles de autocensura a los que nos sometemos y por exigirnos a nosotras mismas mucho más de lo que es bueno para la salud. Así que muchas veces nos aplicamos duras autoevaluaciones, centradas, por supuesto, en lo que acabamos de hacer mal. Ese día yo pensaba en mi propia incapacidad para sacar adelante nuevos proyectos, incluso con instituciones que hasta hace muy poco tiempo estaban muy contentas con mi trabajo y ahora me despedían con cajas destempladas. Así, me encontré pensando en una de las justificaciones más estúpidas, irritantes y descorazonadoras que he oído en muchos años y que políticos y responsables repiten como un mantra: “Sólo vamos a desarrollar proyectos con entidades que aporten dinero. Es que no tenemos recursos”.
Y esta barbaridad la dicen, cada día, muchos representantes públicos, Consejerías de las Comunidades Autónomas, organismos dependientes de los ministerios, fundaciones públicas e incluso universidades. La administración y específicamente la administración ambiental se ha transformado en una mendiga, con su mano extendida pidiendo dinero a cualquiera que quiera dárselo y ofreciendo a cambio lo que sea que puedan querer sus patrocinadores del medio ambiente. Y no hablo de la necesaria cooperación entre lo público y lo privado en la investigación, en la gestión o en la conservación del patrimonio. Hablo de pedir limosna, pura y dura, para que parezca que algunas administraciones están haciendo algo en materia ambiental.
La vuelta de la “caridad”, antaño propia de floreros de alcurnia y conciencias escocidas, a la actualidad es otro efecto lamentable de la crisis. Esta actividad vuelve a sacar la cabeza en su hábitat natural: la injusticia y el desequilibrio social. Y aunque el olor suele bastar para percibir la soberbia detrás de tantas buenas intenciones, sus promotores acechan, buscando una administración desnortada y hambrienta. ¿Qué hay más patético que un director general o un consejero (encargados de proteger el patrimonio común) rindiendo pleitesía a una gran compañía a cambio de unos chuscos miserables? Sin saber qué otra cosa hacer se dedican a ofrecer favores a cambio de un dinero que hay que emplear según las indicaciones del pagador. Los resultados son previsibles, y por desgracia, claramente nocivos para dicho patrimonio.
Sólo un ejemplo: la educación ambiental, que debe preparar a los ciudadanos para afrontar los problemas y los retos derivados del cambio global, está volviendo de forma paulatina a un estado ochentero e infantiloide, perdiendo por el camino los avances que marcaron un cambio profundo en la percepción ciudadana del medio ambiente. Las pequeñas subvenciones que alimentaron a cientos de grupos y actividades por todo el país desaparecieron de un plumazo miserable, ya antes de que la crisis estallara en todo su esplendor. ¿Los responsables? Unas instituciones irresponsables, dirigidas por políticos miopes, incapaces de ver la importancia de una inversión reducidísima y muy eficaz. La acción educativa del Ministerio y de las Consejerías se dirige ahora, financiada por empresas con intereses propios en esos mismos problemas ambientales, a campañas estúpidas que abordan problemas tan complejos como los incendios forestales con eslóganes anticuados y absurdos. Desde luego, mucho peores que el “Cuando un monte se quema, algo tuyo se quema” que ya ha cumplido sus 35 añitos. Y no son los únicos, vemos como el dinero de los Sistemas Integrados de Gestión de Residuos, aportado por los propios fabricantes, sufraga en la actualidad las únicas campañas educativas que realizan muchas administraciones ambientales: «Coge tu botella de plástico y échala al contenedor. No te preocupes de su destino, de si es útil o no, de si su fabricación perjudica o no al medio ambiente, de si necesitas esa botella o no, de si hay alternativas. De eso ya nos preocupamos nosotros. Tú consume, cumple y sé bueno».
Los educadores y educadoras ambientales, los expertos en participación y los consultores ambientales languidecen en este país después de haber alcanzado con mucho esfuerzo un nivel próximo a nuestros vecinos europeos. Mientras tanto, la administración mendiga y sus acólitos extienden la mano y piden un euro para una campaña de sensibilización. Y alguien pone en sus manos unas monedas para que las cosas se hagan a su manera.