Aquel viaje a la perfección casi acaba con nosotros... Dice el cocinero Miquel Ruiz cuando decidió rechazar la carrera hacia una segunda estrella Michelín [El Cocinero que pasó de las Estrellas; El País 18/08/2015]
Hacer mejor las cosas es cosa buena, sí. Y los procesos participativos son instrumentos para ello, para obtener mejores soluciones a los retos a los que nos enfrentamos las comunidades humanas.
Mejores sí, pero no perfectas. Ir más allá de lo ‘mejor’ y tender al absoluto de lo ‘perfecto’ es un camino peligroso que tiene muchísimos costes asociados y que además se trata de una búsqueda metafísicamente imposible:es ese mito faústico que quiere llevarnos más allá de nuestras posibilidades humanas para querer ser superhombres alejados de las limitaciones de nuestra limitada –pero intensísima- condición.
La calidad total, la excelencia, la solución definitiva… son propuestas quiméricas que, pese a serlo, parecen haber embargado cualquier actividad humana. Una crítica a ese perfeccionismo patológico y profundamente inhumano es el ‘Manifiesto contra la perfección’ del consultor de estrategia ybloguero Rafael Martínez. Se trata de un decálogo delicioso e imperfecto que pone en solfa los esfuerzos tan habituales por buscar la excelencia de este conjunto de disciplinas (economía,marketing, finanzas, …) que han pasado de ser instrumentos del saber a convertirse en sinónimos de una ideología que está llevando al mundo hasta más allá del borde de sí mismo. Hacer el símil del Diablo -con el que pacta Fausto para obtener el conocimiento universal- y el Capital –ilimitado, que también presume de poderlo todo- resulta demasiado facilón, es verdad, pero la tentación era muy fuerte.
Trasladada esta búsqueda de la perfección -en la que nos hemos dejado engañar- a nuestro ámbito participativo, nosotros también tenemos una cierta responsabilidad. Porque si la búsqueda de la excelencia en cuestiones de las ciencias económicas o experimentales es dudosa, qué decir de los procesos sociales, donde la duda es mucho más presente que la certeza y donde la incertidumbre es el ingrediente central de los platos que se cocinan sobre la marcha alrededor de un debate, un papelógrafo, unas tarjetonas y, sobre todo, personas diversas, esos ingredientes que alguien ha calificado como “felizmente humanos”. Pero nos hemos dejado llevar también por ese afán perfeccionista arrojando a los procesos participativos virtualidades que distan mucho de ser ciertas; hemos querido creer, presionados, sí, por las gentes que escuadra en mano nos pedían debatir sus documentos, que con los procesos de participación íbamos a lograr la perfecta ordenación de lo político al consensuar en el espacio público los intereses y demandas de los actores sociales, lograr la quintaesencia de la virtud gracias al mágico encaje de ricas aportaciones de los participantes.
Pues tururú: ni es así ni va a poder serlo jamás; y quizá sea este el momento de reivindicar la imperfección, la limitación, la incapacidad de solucionarlo todo y de conseguir la excelencia. Y de buscarla a través de la participación, qué demontres. Somos humanos, máquinas extraordinariamente dotadas para encontrar soluciones creativas en común pero que también sudamos, maldecimos, eructamos o reñimos. Y los procesos de participación cuentan también con esos ingredientes (¿felizmente humanos dijimos antes?) por lo que nunca vamos a lograr con ellos la solución mágica que quizá alguno busque. Sí lograremos -a eso sí nos podemos comprometer- la solución menos mala, la más humana, aquella que trace una línea más inteligente, mejor vista, bien dibujada, pero que tendrá algún tachoncillo de tinta; una línea trazada con tiralíneas, bastante más real que la impersonal y de falsa seguridad que traza el autocad.
No quiere ser éste un alegato por el derecho a la pereza que reclamaba Lafargue, (aunque habría que hacerlo… pero no va a ser ahora) ni queremos bajar el listón a la exigencia de estrujar las posibilidades de acuerdo y conformarse con menos para poder solazarnos en una siesta lo antes posible abreviando un taller de deliberación, no. No se trata de desatender los delicados hilos que tejen maravillosamente los procesos de creatividad social alrededor de una mesa cuando la gente se reúne en torno a ella a construir, a dibujar líneas. Se trata simplemente de reconocer que ni podemos ni queremos dedicar esfuerzos sobrehumanos (nótese la elección del adjetivo) para encontrar una quimera. Porque es costosísimo. Y porque la contradicción, el conflicto o la duda son parte de las cosas que nos pasan cuando hacemos una vida en común y que la única respuesta a “pero con este proceso participativo vamos a conseguir que la aprobación del plan sea sin conflictos, ¿verdad?” solo puede ser un sincero, lacónico, pero contundente, encogerse de hombros.
Entre los seres humanos no hay una necesidad absoluta. Darse cuenta de ello es lo que hace que Homero y los trágicos griegos sean mucho más acertados que la Biblia o el Nuevo Testamento. El amor no dura siempre, los amigos se traicionan entre sí, la belleza se marchita, los poderosos resbalan en la sangre y sus ciudades arden. Los valores fundamentales son el amor, la amistad, el valor, la magnanimidad y la gentileza, pero es un fundamento limitado, y dura poco tiempo, pues depende de la inestabilidad del ser humano y de los caprichos de la naturaleza. (Kenneth Rexrtoh en “El hasidismo de Martin Buber”; citado por J. Riechmann en http://tratarde.org/rexrotando-y-morrisando/)
Santiago Campos Fernández de Piérola_fundación e n t r e t a n t o s